
Tantos inviernos pasaron por mi pecho,
tantas lunas desgastaron sus bordes
en un cielo sin promesas,
y en medio de ese laberinto infinito
de pasos perdidos y rostros fugaces,
fuiste tú quien encendió el fuego.
No era sólo la distancia lo que dolía,
ni las horas que se quebraban
como cristales entre mis manos;
era la ausencia de un faro
que diera sentido a las mareas
que me arrastraban lejos de mí.
Pero entonces llegaste,
como un rayo que atraviesa
la espesura de la noche,
y toda sombra se rindió a tu luz.
No necesitaste palabras;
fuiste en el silencio
la respuesta que no sabía buscar.
Ahora, el tiempo es un suspiro,
el espacio se curva en tu abrazo,
y las multitudes se desvanecen
porque sólo tú importas.
Sólo tú eres la chispa que despierta
el amanecer en mis ojos cerrados.
Iluminas mi camino,
y yo, que creí estar perdido,
descubro que siempre caminaba
hacia ti.