El fulgor de los despreocupados

Amo a la gente feliz,
aquellos que cargan soles en los bolsillos,
que desgarran la melancolía del aire
con una risa que resuena como campanas al alba.

Me encantan los que hacen tonterías
como si la vida fuese un baile sin coreografía,
que moldean el día con gestos absurdos
y construyen catedrales de luz
en los rincones oscuros de mi alma.

Me enamoran los que sonríen
y convierten esa curva sencilla
en un puente hacia otros corazones,
los que, sin complejos ni máscaras,
se desnudan en su autenticidad
como árboles libres de otoño.

Amo a los locos,
los desarraigados de lo común,
que desafían el peso de las sombras
y encuentran felicidad en lo que tienen,
sin ansias de más,
sin ojos afilados por la envidia,
sin lenguas que hieran ni manos que juzguen.

Amo a los que no discuten con la tempestad
ni lastiman con palabras rotas,
a los que existen con la fuerza serena
de quienes saben que la vida es un instante,
un destello suspendido entre desolación y dicha.

Ellos son la esperanza,
un faro en medio de la bruma,
el recordatorio de que, incluso en la melancolía,
habita una chispa que incendia el mundo.

Las adoro,
esas almas ligeras,
porque su felicidad es mi refugio,
y su risa,
el eco donde respiro.

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