
En el atardecer tibio de un patio que respira,
donde el sol se desviste lento tras un horizonte lejano,
mi mirada se posa en ti, amada mía,
como un náufrago que encuentra la orilla
en la suave marea de tus ojos.
La calma, un manto que cubre el aire,
los pájaros dibujan músicas secretas
y el eco de los niños, risas como campanas,
se cuela entre las ramas de los árboles ancianos.
Este instante es un templo:
los minutos caminan despacio,
como si temieran romper
el sortilegio de esta tarde perfecta.
Mis pensamientos, como aves migratorias,
se alzan y vuelan hacia horizontes desconocidos,
pero siempre regresan a tu nombre,
a la calidez que mi alma aprende de la tuya.
Imaginación que crece,
raíces que se entrelazan con sueños,
y entre mis manos, calladas pero inquietas,
nacen versos que no sé escribir,
pero que mi alma dibuja sobre el viento.
El sol se rinde,
pero su luz vive en nosotros.
En ti, en la risa que dejas en el aire,
en el amor que enciende cada día.
Hoy, como siempre, te miro y entiendo:
la melancolía es solo el preludio de la esperanza,
y en la paz de este instante eterno,
eres tú quien da sentido al poema de mi vida.