
Título: «Instantes que nombran la eternidad»
Fue un latido, apenas un suspiro,
un parpadeo en el vasto reloj del tiempo,
pero en ese instante, el universo entero
se detuvo para nombrarte.
Dolor y éxtasis, dos caras de una misma moneda,
giraron en mi pecho, desgarrando el silencio.
Mis piernas, frágiles columnas, temblaron
bajo el peso de una emoción que no tiene nombre.
Fue amor, sí, pero también fue agradecimiento,
un regalo que la vida deposita en manos abiertas,
y que luego, con suavidad o con furia,
arranca de nuestras manos sin pedir permiso.
Hoy, en este rincón del alma donde habitan las sombras,
me siento afortunado.
Porque en medio de la desolación,
tu recuerdo es una luz que no se apaga.
Eres el hilo invisible que une mis días,
la voz que susurra en los momentos de silencio,
el amor que no se desvanece,
aunque el tiempo intente borrarlo.
Te llevo dentro, no como un recuerdo,
sino como una parte de mí que late en sintonía.
No desde el ego, no desde la razón,
sino desde ese lugar donde el alma no tiene fronteras.
Y aunque la vida nos separe,
aunque los caminos se bifurquen,
sé que en algún lugar, en algún instante,
nuestros latidos volverán a encontrarse.
Porque el amor, cuando es verdadero,
no conoce de distancias ni de tiempo.
Es un fuego que arde en la eternidad,
un instante que nombra lo infinito.
Te quiero, no con las palabras que se desvanecen,
sino con el silencio que perdura.
Te quiero, no con las manos que se cierran,
sino con el corazón que siempre está abierto.
Y en este poema, en estas palabras que te dedico,
hay un pedazo de mí que será tuyo para siempre.
Porque el amor, cuando es puro,
no tiene fin.