
En la penumbra de mi invierno eterno,
cuando las sombras danzaban en silencio,
y los ecos de antiguos sueños
morían en susurros contra el vacío,
llegaste, viajera de horizontes intangibles,
como un destello que rompe la quietud.
Tu voz, un hilo de aurora suspendida,
rozó las grietas de mi soledad,
y allí donde la noche se alzaba invicta,
brotaron girasoles en mi pecho.
Eras más que luz:
un fulgor rebelde,
un incendio de alas en un cielo dormido,
un latido que anunciaba un renacer.
Los mundos que yo creía muertos
despertaron con tu risa,
y tus manos, laberintos de calor y calma,
encendieron las lámparas olvidadas
que otros apagaron con su partida.
Ahora, entre los rescoldos de la desolación,
florezco,
no como quien ha vencido a la tristeza,
sino como quien ha aprendido
a bailar con ella bajo un cielo de esperanza.
Eres el milagro que transforma cenizas en vuelo.
Eres la nada que lo llena todo.
Eres el poema que nunca sabré escribir
y aun así siempre quiero recitar.