
En el murmullo de la noche, cuando la luna
se desviste entre los cipreses,
encuentro el eco de tu nombre,
una palabra que nunca se agota,
un abismo donde me pierdo
y me vuelvo a encontrar.
Eres el borde filoso del alba,
la caricia indecisa del viento
que roza, pero nunca hiere.
Tu silencio, un lienzo donde pinto
mis sombras y mis luces,
mis miedos y mis ilusiones.
Quisiera ser el faro en tu tormenta,
la brisa que despeina tus dudas,
el vértice en el que convergen
todos tus caminos extraviados.
Quisiera que el amanecer nos sorprenda
siempre con los ojos abiertos,
buscando lo que nunca termina,
lo que siempre empieza.
Porque amarte es este arte imperfecto,
un susurro que arde,
un remanso que sacude,
un todo que se disuelve y renace
con cada latido de lo eterno.
Cuando el mundo se desploma
y solo queda el esqueleto del horizonte,
sé que en tus ojos
hay un refugio construido de estrellas.
Un lugar donde, aún en la desolación,
la esperanza respira
con el aroma de los inviernos por venir.
Déjame quedarme ahí,
en ese instante que florece en tus pestañas,
donde la melancolía y la dicha
bailan una danza interminable.
Déjame ser la voz que despierte
en tus constelaciones,
y susurrarte, cada amanecer,
que la eternidad cabe
en este simple «te adoro».