El Guardián del Umbral

El último que se acostaba,
con manos cansadas de sombra,
sellaba la puerta al mundo,
madera y hierro contra la noche.
Así fue mi infancia,
un latido entrecruzado de miedo y calor,
donde la tranca era un escudo
y la penumbra un animal al acecho.

Había en cada crujido del suelo
una palabra jamás dicha,
en cada chispa de lámpara de aceite
un deseo de eternidad.
Aprendí a respirar despacio,
a medir la distancia entre los pasos
y a encontrar en el silencio
la voz de un cielo desgarrado.

Pero tú llegaste como el alba,
rompiendo los cerrojos del aire,
dando nombre a las sombras
y calor a las manos frías.
Tu risa era un puñado de soles
y en tus ojos se refugiaba la casa entera.
Ya no importaba cerrar la puerta,
porque contigo todo era luz,
incluso la noche.

Ahora, cuando el viento canta sus memorias,
miro la tranca que aún guarda la entrada
y pienso en cómo aprendí
que amar es dejar abiertas las ventanas,
que la esperanza no se tranca ni se guarda,
sino que vive suspendida,
latente, entre el miedo y el deseo.

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