
Entre los pliegues del tiempo que se deshacen,
he aprendido a mirar sin prisas, a respirar lento,
a descubrir que en la quietud se esconde el fulgor
y que en el cálido abrazo del día,
el sol ya no arde con la furia de la juventud.
Cuánto más envejezco, más se aligera el aire,
y los fantasmas de antaño se disuelven en la brisa,
como susurros olvidados que la memoria ya no retiene.
La pasión por el caos se ha desvanecido,
y en su lugar, la calma se ha sembrado,
en cada rincón del alma, como la lluvia fina
que acaricia la tierra con ternura.
El deseo de drama ya no llama a mi puerta;
he cerrado esas ventanas rotas,
donde el viento de la incertidumbre solía entrar
y desgarraba mis noches solitarias.
Ahora, busco la paz en lo simple,
un refugio sin voces discordantes.
Solo quiero un hogar donde el tiempo
no se apure, donde las horas se deslicen suavemente
como las sombras al final de la tarde.
Y tú, amor mío, conoces mis silencios,
sabes cómo me gusta el café
en el alba tranquila, cuando el mundo aún duerme.
Es ahí donde la felicidad se abre paso,
en ese pequeño gesto compartido,
en el roce de nuestras manos,
en la melodía serena de lo cotidiano.
Y aunque el pasado ha dejado sus cicatrices,
hay una esperanza suspendida,
como un faro invisible,
guiándonos hacia la paz.