
En la quietud de la noche, me encuentro,
un eco errante en la vastedad del alma,
como un abuelito, olvidado en la niebla,
susurrando historias de un amor antiguo
que se entrelaza con el viento y se desvanece,
pero nunca se olvida.
He sido el arquitecto de mi propio deseo,
un artesano de pasiones perdidas,
y en cada ladrillo, en cada gesto,
se oculta una ecuación no resuelta,
un amor imposible que persiste
como un adúltero fiel en su traición.
Pero lo genuino, lo auténtico,
no se mide en números ni promesas rotas,
es el murmullo sagrado del ser,
el eco que reverbera en la oscilación
de un universo que, aún desolado,
se abre a la euforia de un nuevo comienzo.
Te busco, en la oscuridad de lo esquilado,
en las raíces de un eucalipto silente,
y, aunque la perturbación me arrastre,
sé que en ti hay una luz
que me guía sin reproche.
El miedo es una sombra,
un murciélago negro que revolotea
en la quietud de la habitación,
pero sigo adelante, aventurado
por los caminos inciertos
de este amor tan escuálido,
pero tan lleno de vida.
En la incertidumbre, he encontrado
la belleza de lo irrealizable,
y en los pliegues de esta piel rota,
aún palpita la esperanza.
Mi ser se ha hecho simultáneo,
un reflejo de la necesidad y la calma,
y aunque me cueste, aunque me duela,
sé que la preciosura está
en el abrazo,
en el instante que se convierte en eternidad.