
La vida se abre como un cofre errante,
cada bombón una promesa velada,
un pacto entre el ansia y el misterio
que navega en la corriente de los días.
Cada mordisco lleva un rumor distinto,
la risa embriagada del caramelo dorado,
o la lágrima oculta en el amargo cacao.
Es el lenguaje del azar y de la fe.
Hay sabores que despiertan la niñez,
ecos de un sol tibio en la lengua,
otros que hieren con su filo oscuro,
dejando un surco que arde como un grito.
Pero ahí está la alquimia, el arte sutil:
transformar el agrio en aprendizaje,
hallar la miel dormida bajo las ruinas
y beber de nuevo del cáliz del asombro.
Me entrego a la vida con los ojos cerrados,
como un amante que busca en la penumbra
la caricia exacta de una piel cambiante,
una certeza que no exige explicaciones.
Porque aunque las sombras cubran mi paladar
y los sabores se entretejan con melancolía,
siempre habrá un bombón aguardando,
lleno de esperanza, amor y nuevos comienzos.