
Un día desperté con la edad perfecta,
cincuenta y tantos otoños danzando en mi piel,
como hojas doradas que caen despacio,
susurrando memorias de soles que se van.
Los años, antiguos actores de mis días,
dejaron sus máscaras en el olvido,
y en el telón alzado, vi el escenario desnudo:
sin guiones prestados, sin papeles forzados.
En el eco de cada paso errante,
hallé la melodía de un corazón entero,
hecho de cicatrices y latidos nuevos,
un latir que aún busca, que aún sueña, que aún arde.
Es la melancolía quien me guía,
compañera de noches sin nombre,
pero junto a ella camina la esperanza,
como un farol que nunca deja de titilar.
Hoy no temo al invierno ni a su abrazo helado;
he aprendido que las raíces profundas
nacen en la desolación,
y que en la fragancia del otoño
la vida se renueva, se escribe, se canta.
Cincuenta y tantos otoños,
los justos para amar sin prisas,
para mirar al horizonte y saber
que la eternidad se encuentra
en cada instante que el alma se atreve a vivir.