
Yo creo que lo mínimo que merecemos
es la transparencia que canta en los ojos,
la brújula precisa que apunta
hacia el mismo latido.
Que podamos nombrar lo que somos
sin temer al eco,
vestir de certezas este pacto,
presumirlo al viento
como un estandarte que arde de orgullo.
Que nos llenen de palabras,
pero no cualquier palabra,
sino aquellas que nacen
en el hueco donde crecen los sueños.
Que se detengan a escuchar,
que sepan qué canciones nos habitan,
qué calles hemos hecho nuestras
y cómo el aroma del café
se convierte en consuelo entre susurros.
Merecemos algo más que promesas;
merecemos que la piel hable,
que la sonrisa sea espejo
de un gozo compartido,
que quien nos ame se quede
en primera fila,
celebrando incluso las victorias
que otros jamás miran.
Y en los días grises,
cuando el mundo parezca ausente,
que sean el refugio,
el fuego que espera paciente
hasta devolvernos la primavera.
Lo que merecemos es simple:
el amor sin disfraces,
la verdad tejida en caricias,
y ese algo tan pequeño y tan inmenso
que llevamos siglos esperando,
como un susurro que al fin
se convierte en canción.