
Cuando el mundo exterior se desvanece,
y los caminos se borran como huellas en la arena,
es entonces que me encuentro
en el silencio de mis adentros,
donde no hay mapas ni brújulas,
solo el murmullo de lo que fui
y el eco de lo que seré.
Allí, en ese laberinto sin paredes,
los recuerdos son faros y sombras,
iluminando rincones olvidados
y oscureciendo los pasillos que prefiero evitar.
Avanzo, retrocedo, me detengo,
y el tiempo se deshace como un hilo
que ya no sabe hacia dónde tirar.
No temo a las tormentas del afuera,
a los golpes que empujan y desvían,
sino a las olas que nacen dentro,
a las mareas que suben sin aviso
y arrastran consigo pedazos de mí,
dejándolos varados en playas desconocidas.
Pero en este viaje sin rumbo,
donde los miedos y las esperanzas
se entrelazan como raíces antiguas,
he aprendido que perderse
es también una forma de encontrarse.
Que en el fondo de este abismo,
hay un fuego que no se apaga,
una luz que guía incluso en la oscuridad.
Y aunque a veces me sienta
como un náufrago en su propio mar,
sé que cada ola que me hunde
también me levanta,
que cada recuerdo que duele
también me construye.
Porque el interior no es solo un abismo,
es también un refugio,
un lugar donde puedo ser
todo y nada al mismo tiempo,
donde puedo perderme
para volver a nacer.
Así, en este laberinto sin salida,
encuentro la fuerza para seguir,
sabiendo que cada paso,
aunque incierto,
es parte del camino
que me lleva de vuelta a mí.