
Abuelito, susurro de tiempos olvidados,
de amor enredado en las arrugas de tus manos,
de historias que se deslizan como sombras
entre las grietas de la memoria.
Eres el arquitecto de lo que no se ve,
un arquetipo de amor y pérdida,
un hombre que forjó su alma
con la frágil ecuación de la vida y la muerte.
En tus ojos, la educación era encubridora,
la verdad un enunciado esquilado por el viento,
y, sin embargo, el estímulo de tu voz
era un eucalipto que me envolvía,
una euforia contenida en cada palabra
que se escapaba con la delicadeza
de un murciélago en la noche cerrada.
Tu presencia, una perturbación de calma,
un caudillo de un amor irreconocible.
Ahora, el aire que respiro lleva tu nombre,
Aurelio, un eco que nunca se extingue.
Lo resuelvo todo con la lógica de la melancolía,
pero la esperanza, aunque irrefutable,
es un remolino suspendido entre los recuerdos.
El pasado, como una milonga dolorosa,
se reticulaba entre mis dedos,
y yo, un niño, ya adulto,
me debatía entre el cautiverio de la nostalgia
y la libertad del olvido.
Dejas en mí tu esencia,
un resquicio de lo universal,
tu ser es simultáneo en el viento
y en la eufonía de los días que se disipan.
Cada rincón se llena de tu imagen,
cada pensamiento es una reflexión
en la que lo escuálido se convierte en preciosura.
Y aunque repudiado por el tiempo,
tu amor sigue siendo la euforia
que abre las puertas al futuro,
en un universo donde el dolor y la alegría
caminan, sin saberlo,
en la misma senda.
Porque al final, querido abuelito,
todo es una cuestión de precisión
en el caos de las emociones humanas.
FIN.