
Con el tiempo aprendí a sostenerme
sobre los cimientos rotos del ayer,
a trazar senderos entre las ruinas
de aquello que creí eterno.
Descubrí que el eco de las mentiras
no es más fuerte que el susurro de mi verdad,
que la soledad, en su silencio profundo,
es a veces un refugio
y no un destierro.
He visto cómo la decepción,
con sus manos frías,
deshace las ilusiones como polvo,
pero también cómo abre ventanas
a cielos que no sabía mirar.
Es cierto que el mundo enseña
a cerrar el corazón,
a protegerlo con muros de escepticismo,
pero en cada fisura que queda,
se filtra la luz obstinada de la esperanza.
No dependo de nadie,
y sin embargo, llevo en mis costillas
el anhelo de una voz
que me reconozca en medio de la multitud.
He aprendido que la soledad
es un lujo, sí,
pero también un espejismo
que no llena las manos vacías
ni la necesidad de ser,
y ser visto.
Porque aunque el amor hiera,
aunque traiga consigo
la vulnerabilidad de lo incierto,
en su fuego encuentro
el único calor
que vale la pena arriesgar.